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Audiência com o Presidente Eleito Marcelo Rebelo de Sousa
Audiência com o Presidente Eleito Marcelo Rebelo de Sousa
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INTERVENÇÕES

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Intervención del Presidente de la República Portuguesa en la Universidad de León
León, 11 de Febrero de 2008

Altezas Reales,
Magnífico Rector,
Respetados Señoras y Señores,

Permítanme que empiece dando las gracias a sus Altezas Reales los Príncipes de Asturias, Don Felipe y Doña Letizia, que han querido honrar esta ceremonia con su presencia, en un gesto que me conmueve profundamente.

Asimismo, quiero saludar con respecto y afecto al Magnífico Rector, Profesor Doctor Ángel Penas Merino, así como a mi Padrino, el Profesor Doctor José Luís Placer Galán, y a todo el cuerpo académico de la Universidad de León.

Deseo, igualmente, expresar mi sincero reconocimiento a las autoridades aquí presentes y a todos cuantos se han querido sumar a este acto, o que han contribuido a su realización.

Altezas Reales,
Magnífico Rector,
Respetados Señoras y Señores,

Unánimemente se reconoce la importancia de la promoción del conocimiento y de la innovación como respuesta a los retos de nuestro tiempo. La Universidad asume, de este modo, una relevancia creciente en sus funciones de difusión del saber y de investigación científica y productor del conocimiento, en un estrecho vínculo con la comunidad en la que se integra.

De ello ha sido ejemplo la Universidad de León, simultáneamente joven y heredera de la rica Historia de las instituciones de enseñanza que la han precedido en esta Región. La credibilidad y prestigio que ha alcanzado hacen de ella un colaborador deseado y primordial en la cooperación con otras instituciones académicas, como sucede con las Universidades de la Región Norte de Portugal.

Como hombre político, pero también como Profesor, me resulta particularmente grato constatar que el medio universitario luso-español busca, en conjunto, responder a los retos a los que nos enfrenta el mundo actual.

Altezas Reales,
Magnífico rector,
Respetados Señoras y Señores,

En este momento y en este lugar, me parece oportuno realizar una reflexión sobre el tema de la integración europea. Es un tema actual y está, reconocidamente, en el centro de los intereses estratégicos de Portugal y de España. La historia reciente de nuestros países está íntimamente vinculada al proceso de construcción europea y tengo la convicción de que, en este marco, es donde podrán enfrentarse mejor los retos del futuro.

Empiezo por subrayar que la integración europea, profundizada progresivamente a lo largo de los últimos cincuenta años, es el activo más importante del que dispone Europa para enfrentar el mundo global del siglo XXI. En época de tantas incertidumbres y de nuevos riesgos y amenazas, la integración europea es más necesaria que nunca. Hasta la crisis más reciente en los mercados financieros llama nuestra atención ante la ventaja de disponer de una Unión Económica y Monetaria a escala europea, lo que nos permite actuar de una forma más coherente y eficaz.

Pensemos, por un momento, cómo estaría Europa y, en particular, Portugal y España, si el proyecto de integración europea hubiese fracasado. ¿Qué confianza podríamos tener en el futuro si Europa hubiese permanecido dividida, aprisionada por antagonismos y conflictos ancestrales e incapaz de unirse en torno a sus intereses comunes?

Así, entiendo que el empeño en el éxito de la construcción europea es un imperativo para todos los responsables europeos y a todos los niveles, ya sean éstos líderes comunitarios, nacionales, regionales o locales. Es una causa con un alcance estratégico tan amplio, para nosotros y para las generaciones que vendrán, que nos obliga a dedicarle nuestros mejores esfuerzos.

Al principio, la integración europea se forjó, esencialmente, como un factor de paz y desarrollo, en respuesta a las dos terribles guerras de la primera mitad del Siglo XX. Hoy, tiene que dar respuesta también a los retos de un mundo que se ha convertido en global.

En este contexto es en el que se debe aplaudir el Tratado de Lisboa, firmado en diciembre pasado bajo la presidencia de mi País.

Veo el Tratado de Lisboa no como un acuerdo ideal o como una etapa última de la integración europea, sino como un compromiso político decisivo, en esta época y en estas circunstancias, capaz de superar la erosión de la Unión Europea en el ámbito del fracasado proyecto de Tratado Constitucional. Y lo veo, sobre todo, como una oportunidad para que Europa alce los ojos hacia el horizonte del Siglo XXI que tiene por delante.

El Tratado de Lisboa resulta del mandato de Laeken de 2001. Un doble reto se lanzó en esa fecha a los líderes europeos. En primer lugar, reformar el modelo institucional de la Unión Europea para hacerlo más democrático, más transparente y más eficaz. En segundo lugar, dotar a la Unión Europea de las condiciones necesarias para ser un actor influyente y creíble en la arena internacional. Un actor a la altura del peso económico, de la historia y de la vocación universal de Europa. Considero que las reformas diseñadas en el Tratado de Lisboa responden a ese doble reto. Se refuerza la base democrática, la transparencia y la eficacia de las instituciones. Se profundiza en las nuevas políticas europeas. Se confiere una capacidad añadida a la Unión Europea para actuar en el plano externo.

Sin duda, cabe destacar el hecho de que el Tratado consagre solemnemente la matriz de valores fundacionales: dignidad humana, libertad, democracia, igualdad, Estado de derecho, derechos humanos. Siendo valores universales, éstos también son la marca más característica y expresiva de la identidad europea.

La igualdad de los Estados ante la Unión Europea se reafirma enfáticamente.

La finalidad de la Unión sigue siendo la promoción de la paz, de sus valores y del bienestar de sus pueblos. Finalidad que debe perseguirse, respetando la identidad europea que es, simultáneamente, una y diversa. El Tratado defiende explícitamente la diversidad cultural y, en particular, la diversidad lingüística. El sabio equilibrio del binomio unidad/diversidad es el que constituye la fuerza del proyecto de construcción europea.

El Tratado refuerza, como se sabe, los objetivos del desarrollo sostenible, del progreso social y de la defensa de la calidad del medio ambiente. De igual modo, refuerza el principio de la solidaridad y, en particular, de la cohesión económica, social y territorial. Principio que deriva del Acto Único Europeo y que debe mucho a Portugal y España. No hay futuro para la integración europea sin una fuerte “solidaridad de hecho”, ya citada en la Declaración Schuman de 1950, es decir: una solidaridad efectiva y no una solidaridad retórica o “à la carte”.

En cuanto al modelo institucional europeo, el triángulo Consejo/Comisión/Parlamento Europeo, responsable de los éxitos del pasado, sigue dominando la arquitectura de poderes en la Unión. Las reformas ahora introducidas profundizan en ese modelo, intentando, en particular, mejorar la eficiencia, reforzar la legitimidad democrática y promover una transparencia añadida.

A su vez, la legitimidad democrática sale reforzada por la generalización del proceso de codecisión que otorga, al Consejo y al Parlamento Europeo, una función legisladora en pie de igualdad para casi todas las competencias de la Unión. Asimismo, se beneficia de la nueva definición de la mayoría cualificada en la que se encuentra implícita una doble legitimidad para la toma de decisiones en el Consejo: la que resulta de los Estados y la que resulta de los pueblos.

También los parlamentos nacionales están llamados a jugar un papel más activo en el proceso de integración europea, concretamente, a través de un mecanismo de fiscalización preventiva desde el principio de la subsidiariedad.

Sabiamente, el Tratado mantiene, en lo esencial, los poderes de la Comisión Europea y confirma su derecho exclusivo de iniciativa que ha sido, en mi opinión, uno de los factores más importantes del éxito de la integración europea en las últimas cinco décadas.

A un Consejo Europeo que alcanzó el estatuto de institución comunitaria, con un Presidente electo por sus miembros, se añade la creación del cargo de Alto Representante para la Política Externa que será, como consecuencia de ello, Vicepresidente de la Comisión Europea. Con esta nueva figura, se pretende garantizar coherencia a la función externa de la Unión y, por esta vía, asegurar mayor eficacia en su representación internacional, en los planos político y económico.

El Tratado de Lisboa no se limita, no obstante, a la reforma institucional. Va más allá, concretamente, cuando abre camino a la profundización en la integración en cinco áreas cruciales: justicia y seguridad, defensa, política externa, medio ambiente y energía. Estas áreas estarán en el centro de gravedad de la agenda europea en las próximas décadas. Son la nueva generación de motores de la integración europea para el Siglo XXI.

Por todo ello y por los equilibrios que representa, valoro de forma muy positiva el Tratado de Lisboa que espero pueda ser ratificado por los 27 Estados miembros para que pueda entrar en vigor el próximo año.

Sin embargo, hay que recordar que los frutos del Tratado de Lisboa, como por lo demás sucede con cualquier tratado, no dependen exclusivamente de su contenido. En realidad, dependerán, siempre y por encima de todo, de la capacidad y de la calidad del liderazgo europeo, es decir, de los líderes de los Estados miembros y de las instituciones comunitarias. Les corresponde aportar pruebas de una “voluntad política común” real para poder poner en práctica, con talento y firmeza, el Tratado suscrito por los 27 en Lisboa, en diciembre pasado.

Ahora, se trata de saber sacar el mejor partido de este Tratado y construir las soluciones correctas para los problemas que los europeos tienen por delante. ¡Esta es la cuestión prioritaria a la que se enfrentan los líderes europeos! Está en sus manos hacer del Tratado de Lisboa un instrumento efectivo de éxito de la integración europea. ¡Los ciudadanos europeos tienen legitimidad para exigirlo!

En este contexto es en el que me propongo una breve reflexión sobre el pos-Tratado de Lisboa.

Sin duda porque es imperioso comprender bien el marco al que se enfrenta actualmente la integración europea y que ha cambiado mucho en la última década.

En el plano interno, la Unión pasó de 12 a 27 miembros, ampliando sus fronteras más hacia el Este. Su esfera de acción se hizo mucho más vasta y compleja. El modelo económico y social europeo está expuesto a una presión competitiva sin precedentes. En el plano internacional el fenómeno de la globalización hace emerger nuevos actores económicos y políticos y la interdependencia económica a escala global aumentó las vulnerabilidades. El mundo está, desde el punto de vista geopolítico, más fragmentado y los polos de tensiones regionales se multiplican en varias geografías. Nuevas amenazas, como es el caso del terrorismo, dominan la agenda de la seguridad internacional.

En este marco es donde el Tratado de Lisboa debe ayudar a la Unión Europea a responder a los retos que tiene por delante. Pero la Unión Europea no se debe limitar a una “navegación a la vista”, orientándose a cosechar únicamente efectos positivos a corto plazo. Tiene que construir una visión y un rumbo estratégico a largo plazo.

Bajo la presión política permanente que caracteriza a nuestro tiempo, los líderes políticos hipotecan frecuentemente el sentido estratégico, en nombre de resultados y efectos inmediatos, tantas veces volátiles y reversibles. Pues bien, lo que debemos exigir de la Unión Europea es que persista en un rumbo con alcance estratégico y que movilice a los europeos en torno a causas que los unan y estimulen.

En este marco es en el que me planteo la cuestión: ¿cuáles son los grandes retos estratégicos de la Unión para los próximos 20 años?

Identifico tres retos: en primer lugar, construir un nuevo paradigma de ciudadanía europea, además de la retórica política y de los derechos meramente formales. En segundo lugar, estructurar la vocación paneuropea de la Unión, respondiendo a las cuestiones de la ampliación y de las relaciones de vecindad, al Este y al Sur. En tercer lugar, dotar a Europa de las condiciones indispensables para ser un actor influyente y creíble a escala global.
La construcción de una auténtica ciudadanía europea, bien asimilada por los europeos de Norte a Sur, de Oeste a Este, es una condición sine qua non para aspirar a una consistente dimensión política que requiere la integración.

Es necesario promover la identificación de los europeos con la Unión, hacer que palpiten con sus problemas, con sus retos, con sus políticas. Es necesario superar una imagen tecnocrática y mercantilista que aún domina la percepción que tiene el ciudadano de la Unión Europea. Es necesario construir un fuerte sentido de pertenencia, generador de confianza, de iniciativa, de movilización, que debe expresarse en una Unión que funcione como una auténtica comunidad.

No sólo se puede consolidar la ciudadanía por la matriz de derechos. También por la acción de la Unión Europea en el combate a la pobreza y a la exclusión social, en la defensa de la diversidad cultural, en la superación de las inaceptables asimetrías de desarrollo que persisten en tantas regiones, en el apoyo al crecimiento económico y a la creación de empleo.

Para mí está claro, no obstante, que la ciudadanía europea tiene que estar siempre amparada en las dimensiones nacional, regional y local que cada ciudadano de la Unión Europea identifica. La ciudadanía europea es un valor añadido que nunca deberá disminuir los valores de pertenencia a la nación y a la región de la que formamos parte.

Asimismo, mediante el refuerzo de la ciudadanía europea, el paradigma democrático europeo encontrará un nuevo aliento. Se impone que la Unión Europea se encuentre cada vez más anclada en los ciudadanos y no sólo en los Estados. También aquí el Tratado de Lisboa va en la dirección correcta, particularmente por la consagración de la Carta de los Derechos Fundamentales y por el refuerzo del proceso de decisión en términos de democraticidad y transparencia.

Otro reto estratégico de la Unión está relacionado con la ampliación y la relación de la Unión Europea con sus vecinos cercanos.

La Unión Europea tiene una genética vocación paneuropea. Es, reconocidamente, la gran referencia de paz, de democracia y de progreso para todos los Estados y regiones de Europa. De aquí deriva una expectativa de ampliación para muchos Estados, algunos ya candidatos asumidos e, incluso, con negociaciones en curso. La Unión Europea no debe ser un club cerrado, reservado y defensivo.

Asimismo, no es razonable prever que la integración europea pueda ampliarse del Atlántico a los Urales. Para los Estados que no formen parte de la Unión se impone concebir un modelo de colaboración suficientemente fuerte y estable para garantizar una alianza duradera, en el ámbito del funcionamiento de la economía y de los mercados y en el ámbito de la cooperación política. Es el caso de Rusia, con quien la Unión tiene que reforzar una consistente colaboración estratégica que, por un lado, no puede quedar a merced de vicisitudes de coyuntura y de intereses sectoriales y, por otro, no debe cuestionar valores y principios que debemos considerar innegociables.

Asimismo, es prioritario el refuerzo de los lazos con el Mediterráneo. Los Estados del Sur del Mediterráneo son nuestros vecinos y no sólo en el sentido geográfico del término. Esta proximidad posee un valor que Europa tiene que saber cultivar, por razones de seguridad, por razones económicas y sociales y por razones de solidaridad.

El tercer gran reto se refiere a la política externa de la Unión Europea. Se reconoce que Europa necesita dotarse de una capacidad reforzada para actuar en el plano internacional de una forma coherente y eficaz. Europa tiene que estar en el centro del mundo global, multilateral y multipolar que está emergiendo. La Unión Europea debe ser la “potencia generosa” de la que habla Jacques Delors. Defendiendo con firmeza sus valores y sus intereses en la escena internacional, debe contribuir a un marco regulador del que carece la globalización para lograr un mejor equilibrio de las relaciones internacionales. En muchos ámbitos prioritarios de la agenda global, Europa tiene condiciones para ser una referencia. Es el caso del medio ambiente y de la energía, los dos factores que van a dominar el marco geopolítico del Siglo XXI.

Frente a la economía global, la Unión Europea debe evitar la tentación del proteccionismo. Al contrario, debe actuar para hacer valer su patrón económico y social en el marco multilateral.

La propia sostenibilidad del proceso de construcción europea exige que caminemos en dirección a una efectiva política externa común y a una coherente política de seguridad y defensa común.

Incluso aquí, reconózcase, el Tratado de Lisboa apunta en la dirección correcta. En particular, con la creación del Alto Representante para la Política Externa y de un servicio diplomático común.

En veinte años de integración plena en la Unión Europea, Portugal y España han conquistado una reconocida credibilidad. Se han beneficiado mucho de la adhesión. También han contribuido mucho, pues han sido colaboradores serios, concienzudos y solidarios en esa admirable trayectoria que Europa lleva adelante.

Portugal y España pueden contribuir mucho más al futuro de la integración europea. Su Historia y cultura los sitúa en una posición privilegiada para entender los retos de la globalización y para promover un franco diálogo y cooperación entre civilizaciones.

Para esta reflexión europea es muy estimulante encontrarme en esta magnífica ciudad de León. Ciudad que es, ella misma, expresión del cruce de culturas y símbolo de la secular identidad europea.

Saludando a la Universidad de León, que me ha concedido este título tan honorable en grado de “Doctor Honoris Causa”, deseo la mayor felicidad y éxito a todos los que integran, a los más diversos niveles, esta singular y destacada institución.

© Presidência da República Portuguesa - ARQUIVO - Aníbal Cavaco Silva - 2006-2016

Acedeu ao arquivo da Página Oficial da Presidência da República entre 9 de março de 2006 e 9 de março de 2016.

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